Aquello significaba una guerra en dos frentes. Es decir, lo mismo que Hitler había calificado siempre como el mayor error diplomático de la Alemania imperial. Cuando se concertó en 1939 el Pacto de no agresión, admiré a Hitler como a uno de los políticos más realistas del momento. Y en el transcurso de las últimas semanas, cuando se hacían cada vez más intensos los rumores sobre un ataque a la Unión Soviética, no vacilé en calificar de locos a todos los que se mostraban partidarios de ello.
Aquel 22 de junio de 1941, los muchachos del "Rapid" fueron vencidos por un 4 a 3 en el repleto estadio olímpico. Tengo que admitir que no presté demasiada atención al partido. Mientras se desarrollaba la lucha entre los dos equipos sobre el verde césped, desfilaban por mi mente las imágenes de los manuales de historia de mis tiempos escolares: imágenes de la "Grande Armée" de Napoleón, en su huida, descalzos y harapientos los soldados en la marcha hacia Occidente a través de la inmensidad rusa...
Me quedé en Berlín hasta el lunes por la mañana. Pero me resultó imposible recorrer los doscientos pasos que separaban el hotel "Kaiserhof" de la Cancillería del Reich, el breve camino que había hecho con tanta frecuencia en los ocho años pasados. Y no recorrí aquel camino por la sencilla razón de que no sabía qué decir a Hitler.
De nuevo, como un año antes, tras la victoria sobre Francia, vacilaba entre mi tendencia al pesimismo y las realidades que anunciaban los partes especiales desde el Cuartel General del Führer "Guarida del Lobo". Constantemente se anunciaban nuevos triunfos de las tropas alemanas en Rusia. ¿Conseguiría Hitler una victoria relámpago, como en los casos de Polonia y Francia?
Unas semanas más tarde, a raíz de una visita que me efectuó en Viena, mi suegro me contó que le había preguntado a Hitler en el Cuartel General qué pensaba hacer con Stalin tras la victoria sobre la Unión Soviética. Según Hoffmann, el Führer le había respondido con la mayor seriedad:
—Pondré a su disposición el castillo de Klessheim, en Salzburgo. Allá podrá transcurrir el resto de su vida, aislado del mundo circundante, en calidad de alto personaje prisionero.
Desde el principio de la campaña rusa, Hitler acostumbró a j>asar meses enteros en sus cuarteles generales "Guarida del lobo", en Rastenburg, en la Prusia Oriental, y "Madriguera del Lobo", en Winniza, en Ucrania. Para sus estrechos colaboradores del Partido fue haciéndose cada vez más difícil conversar a solas con él. Un hombre cuyo nombre era incluso desconocido para muchos camaradas, no se apartaba un solo instante de su lado: este hombre no era otro que Martín Bormann, jefe de la secretaría del Partido desde la huida a Inglaterra de Rudolf Hess.
Bormann estaba presente, pues, en cuantas conversaciones de carácter político y militar tenían efecto en el Cuartel General. Tomaba incansablemente notas y pronto se preocupó de que los taquígrafos anotaran cada palabra de Hitler, incluso las que pronunciaba en la mesa. Las notas resultantes eran clasificadas por materias, nombres y fechas, en grandes ficheros metálicos. De esta manera se convirtió Bormann en una especie de memoria de Hitler.
A su mesa iban a parar todas las cartas, memoriales e informes dirigidos al Führer. La mayoría de ellos no llegaban siquiera a ser conocidos por éste. Bormann buscaba en sus archivos metálicos las opiniones exteriorizadas en algún momento por Hitler sobre el tema y redactaba la respuesta de acuerdo con las mismas. Como con frecuencia había expresado Hitler opiniones contradictorias sobre un mismo tema, Bormann escogía las más radicales y brutales. Y Hitler ratificaba siempre cuanto efectuaba su hombre de confianza.
Cuando Hoffman, a quien Hitler permitía generalmente toda clase de observaciones, expresó en una ocasión una crítica sobre Bormann, le cortó inmediatamente:
—Quiero que quede una cosa clara, Hoffmann. Y dígaselo también a su señor yerno: necesito a Bormann para ganar esta guerra. Sé que no tiene escrúpulos y que es brutal. Es igual que un toro. Pero quiero que todos sepan que quien se coloca contra Bormann, lo hace contra mí. Y que haré fusilar a cualquiera que intente algo contra él.
En el Cuartel General, los militares detestaban a Bormann. Le llamaban despectivamente "general Teletipo", porque diariamente agobiaba a los gauleiter y comisarios del Reich con metros y metros de órdenes del Führer. Permanecía horas enteras entre los teletipos, dictando tan pronto ante uno como en otro aparato, y cuando las servidoras no se mostraban tan activas como deseaba, las trataba a puntapiés.
Para mí, Bormann era el espíritu malo de Hitler. Goering se echó a reír cuando se lo dije un día. Él le llamaba "el personajillo", y a sus ojos era una especie de subalterno, una mezcla de secretario y mayordomo de Hitler. Tampoco Goebbels, Himmler y Ley parecieron tomarlo muy en serio al principio. Por su parte, trataba de mostrarse hacia ellos como un amigo y servidor, de quien podían aprovechar su proximidad con Hitler. Una conversación telefónica con Bormann ahorraba largos viajes y múltiples audiencias, por lo que todos, en definitiva, trataban de
estar bien con él.
El "toro" Bormann trataba de ajustar en todo sus reglas de vida a las de Hitler. Como el Führer no probaba el alcohol, Bormann representaba también el papel de abstemio. Como Hitler detestaba el tabaco, Bormann no se atrevía a fumar, siquiera en la intimidad de su habitación. Se encerraba en el lavabo para aspirar un par de bocanadas. Y cuando Hitler no podía sorprenderle, sacaba de su mesa de despacho una botella de aguardiente. No sabría decir si todo aquello permanecía ignorado por el propio Hitler. Por otra parte, Bormann representó hasta el último instante el papel de fiel copia de su jefe.
De hecho, Bormann semejaba a una de esas secretarias extraordinariamente activas que evitan a su patrón cualquier molestia y que se dejan "camelar" por los gerentes. Los gerentes eran, en este caso, los comisarios del Reich, los ministros y los gauíeiter, los "paladines del Führer", como éramos llamados. Y como no formábamos en realidad una "comunidad de hermanos", como Hitler gustaba imaginarse, sino unos rivales que luchaban por la influencia y el poder, el secretario, es decir, Bormann, no tardó en transformarse en uno de los hombres más poderosos del Estado.
Ser centro de las intrigas, entraba dentro de su intrigante carácter. Pero a decir verdad, hubiera tenido que poseer una gran fuerza de voluntad para no mezclarse en todo ello. Así es que se convertía con frecuencia en el joker de aquel juego. En definitiva, no fue solamente una creación de Hitler, sino que todos cuantos le conocimos, le soportamos y utilizamos sus servicios, contribuimos a hacerle cada vez más importante. Por ello considero históricamente falso echar todas las culpas sobre Martín Bormann.
Un día de abril de 1943, sonó el teléfono en nuestra casa vienesa, en la Hohen Warte. Lo cogió mi esposa. Al otro lado del hilo estaba Eva Braun. Le dijo que Hitler se sentiría muy satisfecho de que aceptáramos pasar los días de Pascua en el Berghof. Aquella invitación me resultó algo intempestiva. Kjiut Hamsun y su esposa habían anunciado su presencia. Desde mi juventud era lector de Hamsun y esperaba con impaciencia el encuentro. Pero la invitación de Hitler tenía preferencia, tanto más cuanto en los últimos tiempos se había hecho muy difícil verle. De todos modos, los acontecimientos posteriores confirmaron los motivos inciertos y difusos que tuve para considerar la visita al Berghof con los más encontrados sentimientos.
Cuando me envió a Viena, en agosto de 1940, Hitler me había hablado de la tradición de aqueila ciudad y la necesidad de asegurar la independencia cultural de los vieneses. Para Goebbels, con quien había dejado de mantener desde hacía tiempo buenas relaciones, fue aquél un duro golpe. Nunca me había perdonado que hubiera calificado de vergüenza y crimen ante los mandos de las HJ. los "progroms" antijudíos de la "Kristallnacht", cuyo promotor no había sido, en mi opinión, otro que él mismo. Nuestra vieja controversia volvió a reproducirse al quejarse Goebbels a Hitler por mi política cultural en Viena. A su entender, resultaba inadecuado interpretar en plena guerra "al ruso Tschaikowsky" y programar tanto Chekov y Shakespeare. Incluso tuvo algo que decir contra la reproducción de los cuadros de Van Gogh. De todo ello habían resultado graves confrontaciones.
El dominio que Goebbels ejercía sobre la prensa y la radio era total, pero no así su influencia en el campo cultural. Tenía que aprobar los programas de la mayor parte de los escenarios alemanes, pero los teatros y museos más importantes no dependían de él. En Berlín era Goering quien ejercía el dominio sobre el "Staatstheater"; en Hamburgo, el senador cultural; en Munich, Adolfo Hitler, y en Dresden, el gauleiter Mutschmann. Por si fuera poco, se veía excluido asimismo de Viena y por orden de Hitler tuvo que entregar once millones de marcos del presupuesto de su Ministerio para el arte y la cultura de aquella capital. Al principio no había demostrado ambiciones especiales respecto a Viena. Pero luego ocurrieron algunas cosas que terminaron por desquiciarle. Pues yo demostré saber emplear el dinero que Goebbels se había visto obligado a poner a mi disposición.
No era un secreto que durante años, los teatros y las empresas operísticas se habían aprovechado de la deficiente situación económica de Austria para conseguir artistas procedentes de aquella cantera. Solamente unos cuantos, como Ewald Balser, Raoul Asían, Paula Wessely y Attila Horbiger, habían seguido fieles a Viena. Especialmente el conjunto de la Ópera, orgullo de los vieneses, había sufrido mucho por efecto de aquella emigración. Con ayuda del ponente general de Cultura, Walter Thomas, traté de restablecer la anterior situación. Concerté contratos con Furtwüngler, Knappertbusch, Clemens Krauss, Karl Bohm y una larga serie de directores, intérpretes y cantantes. Richard Strauss volvió a su palacio de Viena con su esposa, hijo, hija política y nietos. Y al mismo tiempo, se inauguraron nuevas exposiciones de arte.
En la Ópera de Viena se ensayó la obra del moderno compositor Wagner-Regeny titulada Johanna Bcdk. Era un relato sobre una muchacha alemana de Transilvania atropellada por un déspota húngaro por negarse a revelar el escondrijo de un luchador por la libertad. El día del estreno llegó un telegrama del Ministerio de Propaganda del Reich: "Estreno prohibido". Motivo: la obra era antinacionalsocialista y hería los sentimientos de la aliada Hungría. Traté con el director Oskar Fritz Schuh sobre lo que podía hacerse. Decidimos cambiar el nombre de las personas y los lugares, de tal manera, que no pudieran afectar la sensibilidad de ningún húngaro. En el transcurso de veinticuatro horas tuvieron que aprender los cantantes los nuevos nombres. El estreno, efectuado el 4 de abril de 1941, provocó un escándalo teatral. Los adversarios de las modernas tendencias musicales silbaron y patearon; los partidarios, aplaudieron entusiasmados.
Dos días más tarde expuse en el "Burgtheater" mi programa cultural vienes. Aludiendo al escándalo de la Ópera, dije:
—¿Por qué no se han de producir discusiones? No queremos que reine una paz de cementerio cultural.
Considero que la garantía de la libertad artística tiene que ser una de las tareas más sugestivas del estadista responsable. Con nuestra labor artística, no tardaremos en situarnos en primera fila de las ciudades del Reich.
Los artistas vieneses se pusieron a mi lado. Y también muchos otros del resto de Alemania. Pero en cambio, el Ministerio de Propaganda y sobre todo su titular, el doctor Goebbels, vio en mí el enemigo número 1 de la cultura. Goebbels había enviado inclusive observadores al discutido estreno de Johanna Batk y quería convencer a Hitler con un informe de que yo promovía en Viena "patrañas atonales al estilo de la Ópera de los Cuatro Cuartos".
Al acercarse el 80 cumpleaños de Gerhardt Hauptmann me informé en Berlín sobre los homenajes que podían tributarse al mayor dramaturgo viviente de Alemania. Respuesta: ningún homenaje central y solamente honras locales. Es decir, representaciones en diversos teatros seguidas del habitual comentario en la prensa. Aquella respuesta me irritó sobre manera. Me puse en contacto con la familia Hauptmann, que residía en Agnetendorf, y les invité, como huéspedes oficiales del Reich, al palacio Palavicini, mientras en todos los teatros de prosa se representaban durante una semana las obras del dramaturgo. Hauptmann aceptó, programamos una serie de representaciones y la víspera de su cumpleaños viajé personalmente a Breslau para buscarles a él y su esposa. En unión de Richard Strauss celebramos el cumpleaños de Gerhardt Hauptmann en nuestra casa de Viena. Aquella "Semana Hauptmann" tuvo una extraordinaria resonancia, no solamente en Viena, sino en todo el Reich. También Goebbels y Hitler le dieron el valor de una manifestación. Así fue en realidad.
En enero de 1943, efectuamos en la "Kunsthalle", de Viena, la exposición "Arte joven en el Tercer Reich". A los siete días, fue clausurada por orden de Hitler. Me llamó al Berghof. Fue una entrevista protocolaria y glacial. Hitler no me ofreció asiento y él mismo permaneció de pie. Un paso detrás se hallaba Bormann. Con voz lenta y helada, como no la había escuchado en los dieciocho años que le conocía, dijo:
—Señor Von Schirach; no quiero exposiciones semejantes. Eso es sabotaje.
Bormann le tendió un ejemplar de nuestra revista de las H.J., Voluntad y poder. Hitler mostró la reproducción de uno de los cuadros de la exposición vienesa.
—¡Mire usted este cuadro! ¡Un perro de color verde! Y de esto ha hecho usted una tirada de un cuarto de millón. Con ello ha movilizado a todos los bolcheviques culturales, a todos los reaccionarios, contra mí. Esto no es formación de la juventud, sino formación de la oposición.
No me dejó hablar.
—Hay que acabar con todo eso. De otra manera me veré obligado a bloquearle las subvenciones previstas para Viena.
Con aquellas palabras dio por terminada la entrevista.
¿Qué podía significar, visto lo que antecede, aquella nueva invitación para el Berghof? ¿Significaría un principio de reconciliación? ¿Volvería a quedar todo como antes? En rigor, habían sucedido muchas cosas desde 1925, año en que vi por vez primera al salvador de Alemania. En muchos aspectos, mi opinión había variado. Dudaba, y sin embargo, seguía creyendo en él. Tenía todavía la esperanza de que ganaríamos la guerra. "Triunfaremos porque tenemos que triunfar", como se decía.
El recibimiento en el Berghof fue frío. Eva Braun me saludó con la siguiente observación:
—El Führer no está muy a buenas con usted, señor Schirach, porque ha prohibido en Viena la ondulación permanente.
Le dije que la prohibición no había partido de mí, sino que había sido promulgada para toda Alemania por el ministro de Propaganda, Goebbels.
Hitler no se dejó ver momentáneamente. Aquello no tenía aire de reconciliación.
Henriette no era para él tan solo la esposa de uno de sus jerarcas. La había llevado de la mano cuando niña y era amigo de su padre. Y por ello le permitía libertades que nadie se hubiera permitido tomar.
Durante el camino hacia Berchtesgaden me había dicho que tenía intención de explicar a Hitler lo que había visto en Amsterdam. Desde las ventanas de su habitación, en el hotel "Amstel", presenció cómo eran concentradas y deportadas mujeres judías. Y un jefe de las S.S. conocido de ella le había ofrecido venderle muy barato oro y joyas procedente de los depósitos constituidos por los objetos de valor propiedad de los judíos. La voz de Henriette temblaba de indignación cuando hablaba de aquello.
—Procura contenerte — le aconsejé —. Sabes que todo eso es inevitable y que no puedes cambiar las cosas.
"No puedes cambiar las cosas..." Tal era la fórmula entonces prodigada para justificarnos ante nosotros mismos.
La concurrencia en el Berghof era numerosa, como siempre: la sombra de Hitler, Martín Bormann, con su esposa; la hermana de Eva Braun y su mejor amiga, Hertha Schneider; los ayudantes militares de Hitler, con sus esposas, y los médicos Brandt y Morell. También se hallaba presente el ministro de Armamentos, Albert Speer. Era un hombre de mi generación, arquitecto de Hitler y un organizador de primera categoría.
Cuando Hitler apareció por fin, se mostró como la cordialidad en persona. Al llegar la hora de la cena, acompañó a mi esposa a la mesa. Mi pareja fue Eva Braun. Después de cenar tomamos asiento en torno a la chimenea, en la enorme sala de estar. Alguien centró la conversación en la guerra que los partisanos nos hacían en Rusia.
El tema y el tono vivaz en que se llevó la conversación no dejó de sorprenderme. Algún tiempo antes, el jefe del XVI Ejército, mariscal Busch, había enviado a Viena a mi amigo, el auditor de guerra Gunther Kaufmann, para informarme sobre la arriesgada política que se hacía detrás de los frentes. Los militares eran de la opinión, corroborada por los mandos de la HJ. que habían combatido en Rusia, de que habíamos tenido todas las probabilidades de hacer nuestros amigos a los ucranianos. Pero lo impidió el comportamiento del regimiento que mandaba el comisario del Reich, Koch. Así es cómo los ucranianos engrosaron las filas de los partisanos, obligados por el tratamiento que nuestras fuerzas les daban.
Pregunté:
—¿No cree usted, mi Führer, que nos resultaría más útil una Ucrania independiente bajo el mando de un atamán que su sujeción a un comisariado del Reich?
La expresión en el rostro de Hitler cambió por completo.
—No hable de cosas que no le conciernen, Schirach. Esos eslavos no están en situación de autogobernarse.
El tono de su voz dio a entender que el tema no le resultaba grato. La conversación en torno a la chimenea se extinguió.
Al día siguiente, tras el almuerzo, la concurrencia se dirigió hacia la casa del té. Aquel paseo de veinte minutos correspondía al más caro ritual personal de Hitler. A la izquierda del Führer caminaba mi esposa, Henriette; a su derecha, Eva Braun.
Nadie que no haya vivido aquellos momentos puede tener idea del mortal aburrimiento que reinaba durante la hora del té que seguía al paseo. Una vez sentado en su sillón, Hitler cabeceaba alguna vez. Los presentes bajaban entonces el tono de voz y apenas si se atrevían a hablar en un susurro.
Pero en aquella ocasión fue diferente. Habíamos llevado de Viena un paquete de revistas y periódicos americanos que nos procuraba un piloto de la "Lufthansa" que volaba regularmente a Suiza.
El crujido del papel llamó la atención de Hitler.
—¿Qué es eso?
Henriette le tendió el magazine americano. Contenía un reportaje fotográfico sobre la construcción de buques mercantes, los llamados tipo "Liberty". Mediante su construcción acelerada y en serie querían compensar los americanos las pérdidas que en su tonelaje les producían nuestros submarinos.
Hitler miró las fotografías. Tuve que traducirle los pies. En ellos se informaba de que aquellos buques eran construidos mediante piezas prefabricadas montadas en los propios astilleros, mediante ensamblajes y apenas sin remaches.
—¡Cosas de esos mercaderes! — exclamó Hitler despectivamente —. AI menor golpe de mar los buques se partirán en dos.
La revista pasó de mano en mano. Pero nadie le concedió más que una ligera ojeada. Ni siquiera los técnicos allí presentes. Sólo Martín Bormann compuso un gesto hosco y me miró con irritación.
—Quizá de diez buques como éstos, solamente alcancen cinco o seis sus objetivos. Pero los americanos creen que pueden ganar con ellos la guerra submarina.
Hitler se echó a reír.
—¡Tonterías! Para construir un buque de semejante tonelaje se necesitan años. Claro que los Schirach son muy sensibles, como es natural, a toda propaganda americana.
Aquello quería ser una alusión a mi origen familiar.
La concurrencia guardó un denso silencio. Eva Braun bostezó discretamente y dijo que estábamos estropeando el cordial ambiente con la maldita política. Henriette llamó la atención de Hitler sobre una foto en la que aparecían mujeres durante el ensamblaje de las piezas del buque. Aquella "guerra total" a la que había convocado Goebbels en el mes de febrero parecía ser realidad entre los aliados occidentales.
Hitler apartó la revista:
—Son fotografías montadas. No creo que pueda considerarse seriamente la posibilidad de que esas elegantes americanas se rompan las esmaltadas uñas en un astillero.
Con aquellas palabras se dio por terminada la hora del té. Hitler regresó a Berghof con el automóvil y el resto lo hicimos a pie. Henriette y yo solos, aislados, como si estuviéramos bajo una campana de cristal.
Por la noche, en torno a la chimenea, el ambiente estaba más enrarecido todavía.
Mi esposa se sentaba al lado de Hitler y reparé en que movía sus manos muy nerviosamente. Le hablaba, primeramente en voz muy baja y luego en un tono más alto. El Führer parecía escuchar. Pero de pronto se puso de pie y comenzó a caminar arriba y abajo.
—¡Eso faltaba! — exclamó —. Que me venga usted con esas habladurías sentimentales. ¿Qué es lo que compadece de esas mujeres judías?
No me cupo duda alguna: a pesar de mis advertencias, Henriette le había hablado del episodio de Amsterdam.
Se hizo un silencio profundo. Podía oírse el crujir de la leña en la chimenea. Todos trataban de disimular. Solamente volvió a animarse algo la reunión cuando, cerca de la medianoche, hizo su aparición un nuevo invitado, el doctor Josef Goebbels. Con la fina percepción que el ministro de Propaganda tenía para los humores de Hitler, comenzó a hostigarme:
—Se ha convertido usted en un medio austríaco...
—¿Qué significa el calificativo "austríaco" en esta circunstancia? — pregunté a mi vez —. De cuantos nos hallamos presentes, soy el único que ha nacido en Berlín. Y por cuanto sé, el gauleiter de Berlín es natural de Renania.
Goebbels se sintió afectado por la respuesta. Solamente comprendía las bromas cuando eran a costa de los demás. Su tono se hizo súbitamente grave:
—Pero en Viena practica una política austríaca.
Hitler decidió aprovechar la oportunidad que le ofrecían las palabras de Goebbels.
—Fue un error por mi parte enviarle a Viena. Y fue un error admitir a esos vieneses en el Gran Reich Alemán. Conozco a esas gentes por haber vivido entre ellos en mi juventud. Son enemigos de Alemania.
El rostro de Hitler traslucía el odio. No pude por menos que preguntarme si era aquél el mismo hombre que cinco años antes, en el balcón del Horfburg vienes y ante una jubilosa multitud, había declarado solemnemente: "Proclamo ante la historia la vuelta de mi patria al Reich alemán."
Traté de quitar gravedad a la conversación:
—Pero los vieneses le son fieles, mi Führer. Hitler gritó:
—No me interesa lo que piensan esas gentes. Les repudio, eso es todo.
Me levanté y dije:
—En tales circunstancias, mi Führer, le devuelvo la confianza que me ha otorgado y pongo en sus manos mi cargo.
Hitler me miró fríamente mientras decía:
—No le corresponde decidir sobre eso. Seguirá usted en el puesto que ocupa.
Se habían hecho las cuatro de la madrugada. Sin previa despedida, regresamos a Viena. Una cosa era evidente: había caído en desgracia. A pesar de ello, permanecí en mi puesto hasta los últimos momentos.
Hoy en día, a tanta distancia de aquel de los hechos, creo haberlos comprendido con alguna claridad: en enero de 1943 había caído Stalingrado. Tras aquella catástrofe, el mariscal Von Manstein comenzó a hablar sin ambages de la posibilidad de sustraer a Hitler el alto mando de los ejércitos. Al principio, el Führer pensó deshacerse de él, pero no se atrevió a dar los pasos correspondientes para ello. En vez de emprender una acción abierta contra Von Manstein comenzó a indisponerse sistemáticamente con aquellas personas que le parecían susceptibles de ser sus sucesores, tanto en el aspecto militar como político: Goering, Rommel y yo.
El 22 de abril de 1943, dos días después de su cumpleaños, Hitler le confió a Speer en el Berghof que temía que yo hubiera caído en "las redes de la reacción vienesa" y hubiera dejado de tener "una clara concepción de los intereses del Reich".
Y como más tarde supe en Nuremberg por boca de Ribbentrop, incluso llegó Hitler a considerar en una conversación con Himmler la posibilidad de que yo compareciera ante un tribunal del pueblo.